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Sus manos alargadas se movían rápido. La tinta negra se esparcía por el papel, formando los inicios de un delirio siniestro plagado de cuernos, máscaras y flores hermosas. El sonido del reloj siempre iba más rápido para él, nunca dejaba de escucharlo: cada segundo marcado, cada segundo, una muerte pequeña. Aubrey pensaba que eso era bueno, porque le recordaba que no podía dudar, no podía parar, no podía darse el lujo de respirar.
El ser un gran artista había sido su destino desde que Edward Burne-Jones se lo había asegurado ese día, después de ver el dibujo que le había traído con la esperanza de escuchar una buena opinión. Aubrey y su hermana Mabel se habían pasado los días yendo a exhibiciones y admirando su trabajo. Amaba lo etéreas que eran sus imágenes, sus ángeles delicados de mandíbulas fuertes y miradas suaves cubiertos de telas blancas y casi transparentes. Para Aubrey, las palabras de Burne-Jones eran más una profecía que una opinión. No había parado desde entonces.
Cuando Aubrey tenía 7 años, había escuchado la palabra “consumption” salir de las bocas de adultos a su alrededor cuando hablaban de él. Tuberculosis. Había pasado su infancia sin poder jugar con otros niños. Solo se dedicaba a dibujar. A veces Aubrey recordaba el momento en el que las primeras gotas de sangre salieron de su boca cuando solo tenía 17 años.
Era el Londres de finales del siglo XIX. Aubrey tenía 21 años, y la versión impresa de Salomé de Oscar Wilde acababa de ser impresa. Había sido aclamada por la crítica, y sus dibujos habían sido una de las principales razones. Aubrey había tenido la valentía de enviarle una ilustración en la que Salomé besaba la cabeza emplatada de Juan el bautista. A Oscar le había encantado y había decidido que solo él podía ilustrar su libro. Su relación con Wilde, que con el tiempo se haría tensa, le dio acceso al grupo de esteticistas que pertenecían a la vanguardia artística londinense.






Su camino como artista profesional había empezado hacía apenas dos atrás cuando se le encargó ilustrar una edición de Le Morte D’Arthur, después de que Aubrey enviara un dibujo que mostraba al rey Arturo junto a un dragón. Este trabajo le había permitido enfocarse en sus dibujos a tiempo completo. Aubrey siempre se había dispuesto a buscar lo que quería sin pedir disculpas. Eso nunca había sido su especialidad.



Incluso, al inicio había algo enfermizo y decadente en su trabajo. De alguna forma, eso reflejaba muy bien a Aubrey, un fantasma pálido, huesudo y encorvado, vestido en trajes hermosos y zapatos brillantes.






Con el tiempo, su trabajo se fue transformando, haciéndose cada vez más explícito y oscuro. Monstruos y demonios se mezclaban con personajes hermosos y andróginos, aparentemente humanos, pero como si hubiesen sido traídos de un lugar muy distinto. Todo en su trabajo, incluso lo bello, era afilado, distante y cruel. Su estilo era inconfundible. La simpleza de sus líneas, los vacíos en blanco, el negro sólido, todo en constante movimiento, como girando dentro de sus marcos rectangulares. La naturaleza erótica de su trabajo era considerada tan explícita que, para muchos, era lo mismo que pornografía.
Después del éxito de Salomé, Aubrey decidió explorar algo nuevo: una revista. Se llamaría The Yellow Book, probablemente una referencia a las prohibidas novelas francesas envueltas en amarillo. Sería una revista sobre arte y literatura, sería completamente moderna, y Aubrey sería el editor de arte.
Las imágenes de la revista se mezclaron con el pánico que llenaba los pechos de una gran parte de la muy propia sociedad londinense. Había una libertad desafiante en las mujeres que Aubrey ilustraba. Tenían control de sí mismas. Se ponían maquillaje, no tenían miedo, ni pudor, ni vergüenza. Algo que aterraba a muchos, sobre todo a muchos hombres. “Mujeres inmorales, depravadas”, decían. A Aubrey, la indignación solo le causaba risa. El escándalo era una de sus cosas favoritas.
Esa palabra es importante: escándalo. Su efecto cambió por completo para Aubrey y sus amigos cuando Oscar (Wilde) fue arrestado por su relación amorosa con lord Alfred Douglas, en 1895, justo cuando Aubrey acababa de recuperarse de una hemorragia terrible que no lo había dejado trabajar un buen tiempo. Todo se derrumbó. Fue despedido de la revista, muchedumbres enfurecidas empezaron a arrojar cosas como animales. Sus amigos empezaron a huir de Inglaterra. Tal vez lo mejor para el sería huir también.
Pasara lo que pasara, detenerse no era una opción. El reloj que sonaba dentro de su cabeza seguía marcando cada segundo. Se fue a Dieppe, Francia, donde se reencontró con sus amigos. Decidió que crearía una nueva revista, diferente a The Yellow Book, algo completamente ostentoso, donde mostraría un estilo diferente, lleno de texturas y detalles. La llamaría The Savoy.
En 1895, Beardsley volvió a Inglaterra, donde las hemorragias se volvieron más frecuentas y violentas. Hasta que, en 1897, decidió mudarse definitivamente a la Riviera francesa, junto a su madre.
El tiempo se acaba. El reloj empezó a sonar más fuerte, y el tiempo parecía escurrirse más rápido que nunca. La sangre se convirtió en algo de todos los días. Sus pulmones parecían estar deshaciéndose. Recientemente convertido al catolicismo, Aubrey empezó a asistir a una pequeña capilla. En una apresurada y corta carta, le pidió desesperadamente a su editor, Smithers, destruir todos los trabajos obscenos que había producido.
En 1898, Aubrey ya ni siquiera podía sujetar el lápiz. Murió ese año, a los 25. Dos años después, Oscar Wilde también murió y, poco tiempo después, el movimiento esteticista también le seguiría, para convertirse en un recuerdo agridulce.