Crítica: La revisión de la historia y el arte en El espía del inca

A Rafael Dumett le tomó diez años escribir esta voluminosa novela histórica. Novecientas páginas enhebran, a modo de quipu incaico, no solo hechos prehispánicos —entre objetivos y ficcionales— sino la cosmovisión andina de la época plasmada. La erudición sobre el tema por parte del autor es puesta al servicio de su fantasía y el libro no es otra cosa que la representación material de dicha ósmosis, la certera combinación entre historia y ensoñación.

La trama es sencilla: el Inca ha sido capturado por los barbudos españoles y a sus feligreses les resulta imposible permanecer inmutables, de modo que planean su rescate. Es necesario estudiar los pormenores de la escena para poder trazar el plan de intervención rescatista. El análisis de las circunstancias no será viable sin la intervención del espía más sagaz y hábil del imperio (los espías eran formados en la Casa del Saber ubicada en el Ombligo del Mundo de las Cuatro Direcciones —Contisuyo, Chinchaysuyo, Collasuyo y Antisuyo—, es decir, el Cuzco). El encarcelamiento de Atahualpa se lleva a cabo de forma nada convencional, pues goza de privilegios, placeres y respeto. Finalmente, la misión de liberación, fracasa y el Hijo del Sol es asesinado ante los ojos desconcertados de los suyos, quienes aguardaban hasta el último segundo la milagrosa redención, amén de sus poderes sobrenaturales.

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El libro, sin embargo, es vasto no por el desarrollo de la trama, sino porque la trama es la excusa para la expresión de intenciones más profundas. Una de ellas es la intención artística de Rafael Dumett. Hay en la novela una apabullante potencia creadora. Es notable la capacidad de estirar un dato histórico hasta los confines posibles de la imaginación sin por ello caer en la inverosimilitud. La ficción torna las anécdotas reales más persuasivas, de ningún modo lo contrario, pues a priori se pensaría que la extensión ficcional convertiría al relato en fábula únicamente simbólica. Esto último no ocurre en El espía del Inca.

La imaginación al servicio de la historia, no a la inversa. Otro factor insoslayable es la belleza de las frases. Tratándose de novela histórica, no es exacto concebir una prosa poética, pero los párrafos expanden ondas armónicas. Las oraciones son tejidas como quienes antaño anudaban los quipus. El escritor pretende lograr algo muy difícil: que la novela sea la alegoría del quipu más grande jamás urdido. No lo consigue del todo, pues no deja de ser un libro, pero al final, cuando el lector piensa en la obra de forma orgánica, puede convencerse de que la tentativa, por la estructura del libro, valió la pena. La apuesta propone que todavía existen formas por innovar en materia novelesca.

Foto: El Comercio.

Otra perspectiva es la puramente especulativa. La documentación histórica llega a su límite cuando señala los hechos. Los aspectos psicológicos, en términos generales, son apenas pergeñados por los cronistas, y Dumett entra a este terreno. Ingresa en la cabeza de los protagonistas y siente por ellos, transcribe sus emociones. Asiéndose de la información sobre la cosmovisión incaica, que es parcial, el autor, naturalmente contaminado por su formación occidental, intenta pensar como pensaban en la época que se encarga de recrear.

Tal vez esta sea la dimensión más discutible de su obra, pero no olvidemos que no deja de ser una novela. Y a pesar de ello, su propuesta no es descabellada, aunque parezca irrisorio el acto de inocularse en los pensamientos de las damas incaicas, lo que verdaderamente razonaban con respecto a su entorno, más allá de las restricciones propias que acarreaba la solemnidad de su cultura, donde las mujeres eran poco menos que artículos de valor e intercambio (en este sentido y en contraste, el libro ilustra a las capullanas, antípodas del resto de culturas, donde la mujer ejercía soberanía y representaba la libertad hedónica), y cuyos destinos pendían de la voluntad masculina. Con esto, y aunque muy debatible, Rafael Dumett abre una ventana a la que pocos le prestaron demasiada relevancia.

En algunos capítulos, los que son narrados por un personaje que se desempeña como traductor del idioma de la gente al idioma barbudo (y que existió en la realidad histórica), se aplica el español antiguo. Sin el rigor gramatical que vendría siglos más tarde, los sucesos encarnan la escritura de los cronistas aventureros, en donde las palabras eran fraguadas bajo morfologías arbitrarias. Son estas, a mi juicio, las partes flojas del libro, donde es patente el artificio y la falsificación. Quiero decir: en la paleografía es sumamente interesante descifrar y cotejar informaciones, de modo que el estudio de los cánones lingüísticos de los siglos XIV, XV y XVI sirve como herramienta de comprensión, mas no como un fin en sí mismo. En El espía del Inca, en los pasajes aludidos, la ortografía ansía ser la protagonista, obstaculizando el fondo anecdótico y entorpeciendo el discurrir del lector; es, por lo demás, contraproducente, porque, en el afán de parecer genuino, transmite la impresión que toda buena ficción debe ocultar: la mentira. Y si nos concentramos en el tópico temático, que podría en cierta manera justificar la adhesión de dichos textos, se trata de episodios prescindibles pues nada añaden ni enriquecen al conjunto de la novela. Son los oscuros trechos que contiene toda novela de gran aliento.

Muchas novelas históricas son escritas a modo de ensayo. Ésta es más artística e innovadora que el común denominador.