Cada vez que somos espectadores de un acto discriminatorio, nos indignamos. Damos el grito al cielo porque nos causa repulsión (o al menos eso es lo que mostramos en las redes sociales para vernos empáticos o políticamente correctos). Sin embargo, no advertimos que en nuestra vida diaria hay diversas actitudes discriminatorias, las cuales las tenemos tan incorporadas que ni siquiera tomamos conciencia de que lo estamos haciendo. Ya decía alguien: “El deporte favorito del peruano es cholear”.
Nos encanta hacer eso porque nos parece divertido, jocoso, o porque queremos ser los más listos de la clase, del círculo, del entorno en el que estamos. También lo hacemos porque de esa manera podemos destacar “nuestra superioridad” frente al otro, o porque queremos sentirnos reconocidos por ser de un determinado color de piel, por pertenecer a una determinada clase social o por ser cisgénero.
Lo hacemos porque, en nuestra concepción del mundo, eso es meritorio. La sociedad es, en gran parte, responsable de ello: nos ha enseñado a pensar que ser blanco, rubio y con ojos azules es sinónimo de perfección; que pertenecer a una determinada clase social significa ser superior; que ser heterosexual es ser correcto y ceñido al mandato divino, mientras que no serlo es “incorrecto” e “inmoral”. Precisamente, quienes están del “lado favorable” pueden aprovecharse de esa cualidad o virtud para echarle en cara a quienes no lo están, ya que de esa manera se demuestra que aquellos están por encima de estos. En ese sentido, actuamos más como animales salvajes que se imponen frente a otros para demostrar que son “los reyes de la selva”.
Sin embargo, estos actos discriminatorios no solo se dan en quienes tienen la posibilidad de discriminar, sino también en los discriminados, a quienes se les ha hecho creer que son inferiores y aceptan esas ideas equívocas. Estas personas muchas veces –no siempre, hay excepciones, desde luego– le atribuyen un valor superior a aquellos que cumplen las características antes mencionadas. Entonces, conviene preguntar: ¿realmente creemos que hay mérito en ser blanco, adinerado o heterosexual? Seguramente, diremos que no, pero la realidad muestra otra cosa.
Tal vez deberíamos empezar a reflexionar más sobre esta pregunta, puesto que, aunque la respuesta pueda parecer obvia, nuestro inconsciente está configurado de tal manera que sí cree que hay un mérito. Cada vez que decimos “es blanquita, linda”, “tiene ojos azules, es guapo” o “viene de buena familia, vive en un barrio pituco” no tomamos conciencia de que, aunque sean frases o expresiones que suenan “positivas” –cual halago–, realmente estamos discriminando a quienes no forman parte de este grupo, pero, además, le estamos dando un valor meritorio a quienes sí encajan en él.
Es verdad que la discriminación se combate con educación, pero no solo la educación sistemática, sino también la autoeducación, aquella en la que nos ensimismamos y aprendemos a reflexionar sobre cada una de las cosas que decimos o hacemos. Quizá es momento de que empecemos a pensar si acaso no solo discriminamos cuando proferimos insultos o frases despectivas hacia alguien por estar en supuesta desventaja frente a nosotros, sino también cuando le damos mérito a alguien y le atribuimos superioridad.