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Por: Sergio Marcelo Villanueva Bazán
La obligación fundamental de nuestros gobernantes es solucionar los problemas de nuestra sociedad en miras a materializar nuestros derechos y libertades para así lograr un auténtico progreso como sociedad. Esto no es más que la búsqueda del bien común, es decir, el garantizar una serie de condiciones necesarias para que cada persona pueda desarrollarse a plenitud y en libertad. Esto es, precisamente, lo que legitima la existencia del Estado: el servicio al ciudadano.
En el caso del presidente de la república, su función principal se encuentra en dirigir la política interna y externa del país, así como, de acuerdo a nuestra forma de gobierno, personificar a la nación. Esto lo realizará, principalmente, ejecutando las leyes vigentes. Se puede afirmar que un buen gobierno será aquel cuyas actuaciones políticas promuevan una sociedad donde se evidencie una plena vigencia de los derechos y libertades. Es así que existen tres cuestiones esenciales para lograr un correcto ejercicio del cargo presidencial: la transparencia, el diálogo y la autoridad moral.
Cuando se habla de transparencia es inevitable hacer referencia al deber de rendir cuentas. El fundamento de este deber se encuentra en el hecho de que esto hace posible el control político, especialmente en la dimensión del control ciudadano. Si no hay transparencia, no hay confianza, sino, por el contrario, incertidumbre. La prensa adquiere para esto un papel protagónico en el fortalecimiento de nuestra democracia. Sin respeto y promoción de la labor periodística es imposible tomar decisiones correctas en el ejercicio de nuestros derechos políticos.
Un presidente que no responda a las preguntas incisivas sobre su gobierno, que no sea coherente entre lo que declara y lo que hace, que lleve a cabo reuniones clandestinas con fines cuestionables, que manifieste cierto grado de hostilidad hacia la prensa por el mero hecho de realizar su labor, o que incluso obstruya la justicia impidiendo la actuación de los órganos fiscalizadores del estado, no es transparente.
El diálogo en la política es crucial. Debido a esto, algunos clásicos definen la política como el arte de lo posible. Ante la variedad de alternativas para solucionar los problemas sociales, es necesaria la búsqueda de consensos que permitan avanzar en la creación de leyes justas y políticas públicas eficaces. Lo contrario a esta capacidad de diálogo es la polarización y el predominio de ideologías totalmente ajenas a la realidad. Un presidente que se niegue a gobernar con una sana relación con los demás poderes, que solo busque “paz” con otros partidos en situaciones en las que su cargo se vea amenazado, que, sobre todo en cuestiones técnicas, se niegue a poner por encima de sus convicciones ideológicas las necesidades del país, o que legitime cualquier decisión por una presunta “voluntad del pueblo” que solo él es capaz de entender, no tiene capacidad de alcanzar consensos por medio del diálogo.
La autoridad moral se exige especialmente por la mencionada función de personificar a la nación. Muy ilustrativo es lo que han explicado los clásicos anglosajones acerca de las virtudes morales de todo jefe de estado: bondad, honradez y sinceridad. Estas permiten diferenciar lo presidenciable de lo no presidenciable. Aunque puedan parecer abstracciones es posible apreciar en los actos políticos concretos el valor práctico de estas virtudes que se trasladan al campo político. Un presidente que muestre desprecio por cierto sector de la población; que actúe solo para beneficio personal aprovechando su poder en el Estado o no condene regímenes dictatoriales que violan libertades humanas en los demás países; o mienta sin escrúpulos a la población, carece de bondad, honradez y sinceridad, respectivamente, y, por tanto, de confianza ciudadana y autoridad moral.
Adquirir estas capacidades esenciales no implica un “entrenamiento presidencial”, requiere, sobre todo, el sentido común y convicciones políticas y morales con un mínimo de razonabilidad. La consecuencia inmediata de una falta de trasparencia, capacidad de diálogo y autoridad moral es la imposibilidad de llevar a cabo un buen gobierno. En vez de aportar soluciones a los problemas de la sociedad, el presidente o, dicho de otra manera, esta serie de actitudes preocupantes para el buen gobierno, termina siendo, al fin y al cabo, el primer problema por solucionar.