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“Había algo de fuerte y a la vez frágil en su aspecto, una especie de energía feliz que, sin embargo, siempre parecía a punto de quebrarse” (Cueto, 2008 p. 186).
Así describe Alonso Cueto al escritor peruano José María Arguedas, quien fuese uno de los mejores amigos de su padre y, según cuenta el mismo, les llenaría de regalos y mucho cariño a su hermano y a él.
La trágica historia de Arguedas es conocida: la temprana pérdida de su madre cuando tenía tan solo dos años (que describiría como una de las causas de sus perturbaciones emocionales y psíquicas), los maltratos a los que su madrastra le expuso, los episodios depresivos que habrían aparecido como consecuencia de estos sucesos y, más adelante, terminarían en un desgaste psíquico enorme que terminaría con su vida tiempo después.
Arguedas, retratado como un hombre triste, melancólico, compasivo y reacio al maltrato hacia los indios, refirió en ocasiones, de manera directa e indirecta, cómo su medio hermano le sometió a traumas que perdurarían. Quizá en venganza o como forma de botar el peso de aquellos acontecimientos, lo retrató en distintas obras suyas dándoles diferentes formas que creyó necesarias: de personajes inhumanos para lamentar el haber presenciado hechos tan atroces.
Podríamos pensar en un hombre que vivió sosegado, aturdido, con un peso en la conciencia que no le habría dejado vivir tranquilo. A pesar de todo lo que ya se sabe, podría uno preguntarse: ¿fue Arguedas feliz?, o ¿en algún momento fue feliz? Aquel hombre que iba abatido por la vida, cansado, triste, ¿lo fue? ¿Vivió momentos alegres?
Quizás la respuesta más reconfortante es la que nos da el mismo Alonso Cueto, que refiere en el apartado “Arguedas, el que nos hablaba” de su libro Valses, Rajes y Cortejos. La amabilidad en las charlas que sostenían su padre, el y otros acompañantes parecía «celebrar con todo el cuerpo y el alma” las pequeñas historias de un personaje llamado Mafalda y el lado más risueño de el mismo.
Probablemente, en la memoria de muchos, cuando se pierde a un ser querido es frecuente imaginar que dicha persona no fue feliz y entrar en la duda. No obstante, en el recuerdo de otros siempre vale recordar los buenos momentos y no olvidar que, aunque no lo queramos, esa persona fue feliz.
A todo esto, Cueto menciona: “Para mí, que por entonces no sabía que era un escritor conocido ni mucho menos, se trataba de uno de los más cálidos, de los más buenos, de los más felices amigos de mi familia”.