«The Crown must win. Must allways win»
(María de Tek a Isabel en The Crown)
Por: Hernán Yamanaka
El Reino Unido y los 15 países que forman la Mancomunidad Británica de Naciones (Commonwealth) celebran los 70 años de reinado de Isabel II; monarca que ha visto pasar la Guerra Fría, caer la Unión Soviética y el ‘socialismo real’, recibió a 13 presidentes de Estado Unidos, nombró 15 primeros ministros, conversó con 7 papas; sufrió y sobrevivió a la pandemia a sus venerables 96 años. Aquí, algunas pinceladas sobre esta notable mujer.
La reina
Cuando hablamos de ‘la reina’ pensamos de inmediato en Isabel II (1926): A tal punto ella se ha convertido en símbolo por antonomasia de la monarquía. Comparte nombre con otra Isabel, igualmente longeva en el trono (1558-1603), cabeza de una era llamada ‘dorada’ por la riqueza e influencia que Inglaterra ganó en su tiempo. Esta primera Isabel también fue conocida como La reina virgen y en su honor se llamó así a Virginia, en las primitivas Trece Colonias norteamericanas (s. XVI). Desde luego, tal virginidad fue más supuesta que probable.
Una monarquía peculiar
La monarquía está asociada a nuestra fantasía infantil, pero también es parte de los imaginarios adultos: Lo prueban éxitos literarios – cinematográficos como El señor de los anillos o Juego de tronos. En la Historia encontramos monarquías de muy diverso tipo y evolución. Están las antiquísimas, como la japonesa, que presume ser la más antigua de tipo hereditaria (c. V a.C.). O las que terminaron de manera trágica, como el efímero imperio de Maximiliano I (México, s. XIX) o el trágico reinado del zar Nicolás II, vencido por la fuerza de los bolcheviques y asesinado junto a su familia (1918). Hoy, las monarquías son, en su mayoría sistemas, representativos con poquísima – si alguna – función ejecutiva; se sustentan en la tradición nacional, en las leyes que las perpetúan y, sobre todo, en el prestigio que sus miembros mantengan ante el pueblo.
La monarquía británica, en concreto, es la más antigua de Europa y ha fluctuado entre el poder inmenso del rey (Enrique VIII y su hija Isabel I) y los límites a ese poder que pusieron los nobles (la Carta Magna, s. XIII) y el Parlamento (sobre todo en el siglo XVII, incluyendo una guerra civil contra el rey Carlos I a quien luego decapitó). Oficialmente, es hoy una monarquía constitucional y el rey o reina hace de jefe de Estado, con poderes muy precisos («prerrogativa real») que se ejercen con discreción y en muy determinados momento e instancias; por lo general, resaltan las funciones ceremoniales. Lo resumió Walter Bagehot: “La reina reina, pero no gobierna”.
La corona inesperada
Isabel no esperaba ser reina. Cuando niña, su posición como sobrina del rey (segunda en la línea de sucesión) hacía poco probable que ascendiera al trono y seguramente se sentía cómoda siendo royal highness. Pero el amor de su tío – rey Eduardo VII por la norteamericana Wallis Simpson trastocó todo: Eduardo, enamorado profundamente de una mujer a quien la sociedad y el establishment rechazaban (dos veces divorciada, nada menos), se declaró imposibilitado de ejercer como monarca («Sin la ayuda de la mujer que amo») y en gesto dramático dejó la corona a su hermano, Jorge, padre de Isabel (diciembre 1936). Así, por obra de un cupido desbocado, Isabel avanzó en la sucesión y terminó en el trono.
Acostumbrados a los cuentos de hadas podríamos imaginar que la perspectiva de ceñir la corona sería una fantasía realizada para cualquiera, pero la realidad -sopesada en toda su crudeza- es muy distinta. Al ser declarada heredera, Isabel debió entrever que desde ese momento no elegiría qué y dónde estudiar, no se abriría a la hermosa pluralidad de la amistad, perdería la plena libertad de viajar, quedaría descartado el placer de pasar desapercibida, viviría bajo el permanente (e inmisericorde) escrutinio general, cedería para siempre su derecho a expresar en público lo que pensara y sintiera. El reinado es sin duda una jaula de oro.
Reina y mujer
Igual que su antecesora y tatarabuela, la famosa reina Victoria (1819-1901), Isabel se enamoró perdidamente de un primo: Philipp Mountbatten. Aunque se habían visto un par veces, fue en 1939 (quien era cadete en el Royal Naval College) que surgió el definitivo interés de Isabel. El romance no era aprobado por la familia real, particularmente por el rey, pero primaron que Felipe era noble y el romántico empecinamiento de Isabel. La boda se realizó en 1947.
Felipe resultó un cónyuge adecuado («consorte real): Simpático y prolífico (tuvieron a Carlos, Ana, Andrés y Eduardo) supo acompañar a Isabel ‘un paso atrás’ como manda el protocolo. Un lado oscuro es que algo deslenguado y, según parece, no siempre fiel. Isabel supo sobrellevar estas peculiaridades e indiscreciones de su marido y mantuvo entre cuatro paredes cualquier dificultad entre ellos: primero la reina, luego la mujer.
El “annus horribilis”
Isabel y Felipe mantuvieron el matrimonio impoluto a los ojos del mundo, aunque no hay duda que lograrlo costó en lo privado las palabras de Churchill: «Sangre, sudor y lágrimas». Sin embargo, el matrimonio estoico de la pareja real no fue imitado o logrado por los vástagos: viviendo relaciones medio forzadas e infidelidades mutuas, tres de los hijos de Isabel descreyeron del ejemplo de sus padres.
Fue en 1992 cuando, como un sino fatal, colapsaron los matrimonios de Carlos (anuncio de divorcio con Diana), Andrés (separación por la probada -con escándalo- infidelidad de la esposa, Sara Fgerguson) y el divorcio de Ana, la única hija, luego de mutuas infidelidades con su esposo Mark Philips. Y para cerrar ese año funesto se incendió parte del palacio de Windsor, histórica sede de la monarquía y favorito de la reina, perdiéndose en el desastre muchas valiosas obras de arte. Al final de aquel año, en una cena oficial, Isabel lo calificó «Annus horribilis», expresión latina que no necesita traducción.
El factor Diana
El ingreso de Diana Spencer a la familia real por su matrimonio con Carlos (1981) fue visto como un refresh para la corona. Pero los Windsor no arroparon a Diana, no la acogieron como igual y la dejaron a su suerte en un rol altamente demandante: su única función era dar herederos a la corona, la mujer salía sobrando. Y Diana se quebró: depresiva (intentó el suicidio varias veces), bulímica y humillada por la infidelidad de Carlos con Camila Parker Bowles, terminó como víctima y favorita del pueblo (The people´s princess la llamó Tony Blair, por entonces primer ministro británico).
La repentina muerte de Diana (París, 1997) causó uno de los mayores desaciertos de la reina: conmovida y desconcertada por la tragedia, decidió replegar a los Windsor en el palacio de Balmoral (Escocia) y llevar el duelo en privado. Grave error. El pueblo desaprobó esa actitud que parecía insensible y, por primera vez, mostró desapego a esa monarquía escondida en una frialdad que lo ofendía. Isabel debió darse cuenta que no bastaba con su presencia serena y maternal para sintonizar con el pueblo: había que ser y demostrar («fingir», dirían sus críticos) humanidad, empatía. E Isabel aprendió: regresó a Londres, dirigió a la nación un mensaje de duelo (statement) y presidió las honras fúnebres; así superó este deshacimiento que pudo costar muy caro a la monarquía. Con todo, en el duelo -real o supuesto- entre Isabel y Diana, fue la ex princesa de Gales la que ganó el juego para la Historia.
Isabel mediática
Varias producciones para cine y televisión han tenido a la reina como protagonista, viéndola desde diferentes ángulos y etapas de su vida. En 2006 el director Steven Frears dirigió The Queen, drama histórico que presenta a Isabel en los días posteriores a la muerte de Diana de Gales. La película fue nominada en 6 categorías del Oscar, ganando el de mejor actriz por el excepcional desempeño de Helen Mirren como Isabel.
Pero es la serie The Crown (2016-) la que más ha pretendido describir a Isabel como mujer y reina. Repasando el inicio del reinado y trayéndonos a nuestros días, la creación de Peter Morgan nos revela una Isabel dubitativa, abrumada por recibir la corona, muy enamorada y consiente de su responsabilidad. Este drama histórico no concede mucho a la familia real, no la maquilla, no pretende ser políticamente correcta. Son de gran interés dramático, solo como ejemplo, la coronación de Isabel (con un interesante comentario del tío y ex rey, Eduardo) y los «encontrones» de la reina con la primera ministra Margaret Thatcher. Claire Foy y Olivia Colman han interpretado a Isabel en las 4 temporadas ya emitidas por Netflix; Imelda Stauton (Dolores Umbrigde en Harry Potter) será Isabel para las dos últimas temporadas.
Su profesión: Reina
Isabel es una reina profesional, ha sabido desempeñarse en un puesto de máxima visibilidad y altísimo riesgo. ¿Su secreto? Ser silente y resiliente, manteniéndose sobre la política cotidiana, aunque no al margen. Su función como cabeza del Estado hace que la antropomorfización del poder llegue en ella a su máxima elocuencia. A día de hoy la monarquía británica -Isabel en concreto- goza de enorme prestigio al representar los valores y la historia de su pueblo, dándole continuidad y consistencia: la política pasa, la Corona permanece.
La británica es una monarquía sui generis y en ella Isabel ha dado sobradamente la talla. Es un modelo imposible de exportar -quizá ni siquiera deseable para imitar- pero funciona y gusta a los ingleses y eso es lo que cuenta. Isabel Windsor, Lilbeth para los cercanos, ha tratado de cumplir la promesa que hizo los británicos en su primera alocución radiofónica: «Declaro ante vosotros, que mi vida entera, ya sea larga o corta, estará dedicada a vuestro servicio».
¡God save the Queen!