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La novela transcurre en una noche eterna. Jeremías Gamboa concatena una sucesión de escenas que podría desarrollarse a lo largo de muchas jornadas, pero el mérito del libro consiste precisamente en hacer creíble lo fantástico: un periplo nocturno interminable que no transmite densidad (por el estilo y la estructura). Ahora bien, no se trata de un libro de género fantástico. Los dramas psicológicos, las precisiones geográficas y las tácitas pautas temporales le conceden a la narración su dimensión realista. Por otro lado, la distribución de capítulos —sin enumeración ni nominación— es eficaz: insuflan frescura y excitan la curiosidad del lector.
Existe un cuento de Julio Cortázar llamado La autopista del sur en el cual ocurre algo semejante: el embotellamiento automovilístico que padecen los personajes trasciende meses y estaciones y son narrados como si se tratase de una sola jornada.
Lo que diferencia a ambos textos —el hecho de que uno sea realista y el de Cortázar, fantástico, es el factor psicológico: los pensamientos del protagonista de Animales luminosos puntúan el tiempo presente y los tiempos pasados. En Cortázar, en este cuento en particular, la psicología es nula, su hilo conductor es fáctico puro y sin referencias de nada concreto más allá del sureño asfalto francés. Podría citarse, además, y de manera a la vez próxima y distante, el caso de Ulises, de James Joyce, mamotreto novelesco que torna real la eternidad de un solo día gracias al complejo recurso psicológico.



En Animales luminosos se presenta un tema ineluctable: el inefable terror general que provocó Sendero Luminoso en el Perú. Aparece, con fidelidad sociológica, en las conversaciones de aparente frivolidad. Hay páginas de las cuales brota el sentido más cruel de la muerte: engendrada con maldad. Maldad pura enmascarada de sonrisas justicieras, la lucha por la soberanía de la tierra. Todo esto surge en diálogos de la obra, largos monólogos que explayan un desgraciado estado psicológico, el del hombre despreciado por sus compatriotas, el hombre acomplejado por su linaje, piel y sangre. El peruano ya bien instalado en la primera década del siglo XXI que se avergüenza de llevar el apellido que rubricó su padre en el acta de nacimiento. El peruano andino o de ascendencia andina.
Jeremías Gamboa recurre a estos delicadísimos asuntos de manera subrepticia, pues no duda en asirse de pretextos argumentales: un peruano en tierras yanquis sale en busca de licor y mujeres, acompañado de ‘amigos’ a los que apenas conoce, trenza aventuras de índole erótica, etc. Pero todo lo dicho no son sino carátulas, artilugios del novelista para abordar otros y más profundos contenidos que tocan la fibra más sensible del humano. Gamboa disfraza el lado más vulnerable del hombre con actos épicos, de manera que Animales luminosos conjuga lírica y épica, y el mismo título lo indica: ¿la naturaleza animal y las connotaciones de luminosidad no son acaso épica y lírica respectivamente? Además, puede interpretarse como la contraposición entre cuerpo (tiempo, realidad, muerte) y luz (eternidad, inmaterialidad, belleza), o la yuxtaposición de lo que somos en términos del Quijote: razón y sinrazón, y, por extensión, todas las contradicciones inherentes a la existencia humana.
El espíritu del libro se alimenta de luz y oscuridad. Finalmente cuando la noche cede al alba y los personajes vislumbran los claroscuros del firmamento desde una cumbre edénica, todo renace y vuelve a florecer después del sueño ¿eterno?