Érase una vez una nariz superlativa
con cierto poder,
que hablaba contigo,
que hacía llamarse trabajadora
y al final trabajaba para sí mismo.
Érase una vez una nariz que pechó
una, dos y hasta tres veces
que no temblaba
y que juró destruir
con lo que le hacía ruido
al otro, a su otro
y al final destruyó
al país entero con promesas
y discursos de doble cara.
Érase una vez una nariz
que decía poner al “Perú primero”
que aludía al te quiero descarado
a la preocupación mutua,
que al final terminó con su “yo primero”.
Érase una vez una nariz impostada
asumiendo un trabajo obligado
arremangándose la camisa
y soltándose el nudillo del corbatín
diciéndote yo estoy contigo
y terminó con el botín completo:
hasta vacunado de la mala política.
Érase una naricísima infinita,
muchísima nariz,
una nariz tan fiera
y tan fresca que
pareciera que no tuviera fin,
un sin de poder.