Los lados oscuros del poder

Por Hernán Yamanaka

«La raza de los hombres… que ansían por encima de todo el poder»

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(Locución inicial de El señor de los anillos, 2001)

Alcanzar la cima del poder político es el sueño de muchos. Sin embargo, lograrlo es enfrentarse a oscuridades y peligros nacidos en el entorno y en el interior del recién llegado al trono.  Aquí, una breve lista de esas pesadumbres:

Venganza: En la carrera hacia el poder, muchos quedan (o se sienten) pisoteados por el ganador como Mesala bajo las ruedas de Ben-Hur. Estos lo mirarán siempre con fastidio (¿alguien dijo “envidia”?) deseando o tramando su caída. A veces por el solo placer de verla, otras para tomar el poder del caído. Y están los que al perder se sienten despojados porque los vítores, las encuestas o su propia vanidad le aseguraban una victoria que abortó: estos no perdonan jamás y cobrarán a su tiempo.

Traición: “Sire: la traición es cuestan de fechas”, advirtió el sagaz Talleyrand (quizá el más fino político y diplomático del siglo XIX) al emperador Napoleón I Bonaparte. Es decir: la traición llegará tarde o temprano. Alejandro fue traicionado por sus servidores. Julio César cayó asesinado por sus cercanos ante la estatua de Pompeyo. En la política, las lealtades son poco firmes y el incondicional de hoy podrá entregar al poderoso por treinta monedas o por salvar el pellejo: el amigo fiel es en política tan extraño como un cisne negro. Un ejemplo es el expresidente Vizcarra.

Despersonalización: El poder cobra el precio de la privacidad. Las virtudes y los defectos dejan de ser asuntos limitados al sujeto y entran en el escaparate de la opinión pública.     La omnipresencia de las redes sociales se encargará de convertir lo bueno y lo malo en un mar de comentarios, desde la alabanza o la lisonja a la crítica ofensiva o insensible. El poderoso será escrutado, acusado y condenado por lo que es o fue, por lo que hizo, hace o los demás suponen – o inventan – que hace. El poder devora el derecho a ser simplemente uno, a guardar para sí la propia vida. Entrar en la escena pública es convertirse en una estatua o en un maniquí en medio de la plaza.

Megalomanía: El poderoso, sobre todo si está rodeado de áulicos e incienso, llega a suponerse más de lo que es y puede. Se crece, se agiganta. Olvida los defectos y limitaciones que tanto le molestaron antes y asume talentos que no existen fuera de lo que ve en su espejo mágico. Así, el tímido se siente Napoleón; el balbuceante, Demóstenes; el ignorante, Stephen Hawking. Pero esta es una ilusión propia del autoengañado y que sostiene – por conveniencia o por lástima – el entorno tras bastidores. Un ejemplo: el efímero expresidente Merino.

Depresión “proscrática”: Uso esta palabra bárbara para designar lo que sucede a muchos cuando dejan el poder (por las buenas o por las malas).  Existen exgobernantes que muestran un decaimiento, una pesadumbre que disimulan con esfuerzo. Algunos no superan la ausencia del mando, no digieren la insoportable levedad del ser cotidiano y el precio por haber sido luz es vivir una semipenumbra que sobrellevan incomodando a sus más cercanos o consumiendo pastillas, siempre tan a la mano. Tengamos piedad y no digamos nombres.

El poder: conseguirlo siempre se paga con un alto precio.