Opinión: El infierno está lleno de buenas intenciones

La moral, la política y el derecho son conceptos que se suelen mezclarse al estudiarlos. Esto es natural puesto que los tres abordan el actuar de la persona humana, pero desde su particular perspectiva. Parafraseando a Zegarra (2009), la moral estudia la conducta humana con miras a su perfección personal; la política, la conducta humana enfocándose en el bien común (es decir, el buen funcionamiento de la sociedad); y el derecho se encarga de las relaciones de justicia entre las personas. Aunque esto pueda sonar a una discusión teórica con escasa o nula efectividad, coincido con Zegarra cuando manifiesta que ‘nada es tan útil como las cosas inútiles’.

Dicho esto, puedo afirmar que pocas cosas son más perjudiciales para la sociedad como la materialización de la confusión antes señalada; en específico, si esto viene de lado del Estado, es decir, de nuestras autoridades. Aunque parezca abstracto, este mal pasa por nuestras narices usualmente y es la causa de tantas promesas electorales irrealizables, leyes vacías o decisiones administrativas irregulares. Desafortunadamente, estas actuaciones vienen revestidas de un discurso de bienestar general o lucha contra alguna problemática social, lo cual genera su incuestionable aceptación. Así, se llega a emplear el derecho para fines políticos o morales, exclusivamente y que cuentan con buena recepción popular.

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Hago especial énfasis en el uso del derecho (o del sistema jurídico en general) porque justamente son la Constitución y las leyes las que determinan las posibilidades de actuación de nuestros gobernantes. Repasemos algunas ideas clave:

  • En primer lugar, si bien el poder emana del pueblo, son nuestras autoridades quienes lo ejercen; es decir, tienen la potestad de imponer sus decisiones ante la sociedad. Sin embargo, este poder no es absoluto, sino que para que su ejercicio sea legítimo requiere: i) Estar al servicio de las personas; ii) Ceñirse al ordenamiento jurídico; y, iii) Ser razonable, partir de la realidad. La contravención a estas exigencias – así sea una- puede teñir de arbitrariedad a cualquier acto de poder.
  • El segundo requisito sería el tema que abordaremos en esta columna: Ceñirse al ordenamiento jurídico. Debemos comprender que, a diferencia de nosotros, los particulares, que podemos realizar cualquier actuación siempre que no esté prohibida por una ley, el Estado no puede mover un dedo si es que la Constitución o una ley previamente no lo autorizó. Tradicionalmente, a esto se le denomina principio de legalidad. Esta es una regla básica de ordenación del Estado y que permite un ejercicio legítimo del poder. No obstante, es justamente la confusión de la que hablaba al inicio de esta columna la que, consciente o inconscientemente, lleva a nuestras autoridades a hacer o prometer un conjunto de medidas que son legalmente imposibles e incluso irrazonables, pero que pretenden ampararlas solamente en un fin moral o político. En nuestros días, el nombre más común que hemos escuchado para llamar a estas conductas es el de “populismo”.

Así, no debe llamarnos la atención la ya declarada inconstitucionalidad de muchas leyes, como el famoso retiro de la ONP o la incorporación al régimen laboral indeterminado de los profesionales de salud o los servidores CAS. El esquema de estas normas es el mismo: se trata de promesas políticas de campaña que, por muy bien y justas que suenen, obvian el marco jurídico. Y, como ya sabemos, sin marco jurídico el Estado no puede actuar. En este mismo saco caen las famosas promesas de nuestro actual Presidente sobre la nacionalización del gas, el control de precios, la asamblea constituyente por referéndum o la cantaleta de convertir la salud y educación en derechos y no en servicios (como si estos derechos ya no existieran). De igual manera, cumplen el mismo propósito las leyes que declaran de interés nacional muchas cosas (creaciones de provincias, distritos, actividades prestacionales, concepciones morales, etc.), pero que solo sirven para cumplir con lo prometido en campaña. Los ejemplos son innumerables.

Lamentablemente, la problemática no es exclusiva de las altas esferas del Estado, también viene ocurriendo en los organismos llamados a ser técnicos. Hace no mucho, vimos cómo el Indecopi inició supervisiones a los grifos con la finalidad de verificar que apliquen la exoneración al Impuesto Selectivo al Consumo que decretó el gobierno con la finalidad de frenar el alza de combustibles. Basta ver las publicaciones en redes sociales acerca de esta actuación para verificar la aprobación mayoritaria de esta acción (fin social). Sin embargo, se obvió lo más importante: i) en el Perú no se pueden controlar los precios y ii) el organismo autorizado por ley para actuar en materia de impuestos no es el Indecopi, sino la Sunat. El Estado tiene una distribución de funciones con el propósito de cumplir sus propósitos, pero si todo vale, incluso saltarse este orden, con tal de lograr fines políticos o morales, entonces ¿Qué queda?

Existe una tendencia a priorizar los fines políticos o de bienestar común como valores absolutos, olvidando que el Estado no se maneja como una empresa privada, una beneficencia, una agencia de empleos, un sindicato, un local de campaña o como una fuente de deseos. A este nivel, desaparece la distinción entre lo legal, lo político y lo moral. El fin no justifica los medios, sobre todo si nos encontramos en un Estado constitucional de derecho, donde debe primar el ejercicio legítimo del poder con el propósito de garantizar el respeto a las libertades individuales. Si la actuación del Estado no es ordenada, difícilmente las soluciones que nuestras autoridades quieren dar a los problemas sociales perduren en el tiempo. Sin embargo, es más fácil parchar una pista y tomarse una foto, antes que cambiarla por completo, pese a que la foto tendrá una vida más larga que el parche.

Este afán ceratista de querer hacer cosas imposibles desde el Estado es solo una cara de la moneda. Los gobernantes, las autoridades administrativas y los funcionarios emanan de nuestra propia sociedad. Sí, aquella en la que todavía vive arraigada la cultura de saltarse las reglas con tal de lograr propósitos que se consideran justos. Y es esa misma sociedad la que, cada cinco años, escucha y se genera expectativas con propuestas que, a la larga, terminan siendo irrealizables bajo un Estado de derecho. Naturalmente, esto genera descontento y reclamos, que a su vez derivan en conflictos sociales ¿Coincidencia? No lo creo. Como dicen, en la vida no existen las coincidencias, solo las cosas inevitables. Por ello, frente a las incontables y utópicas promesas de campaña de nuestros gobernantes, no parecía pasar mucho tiempo para que el descontento social que vivimos se haga sentir. Como reza la frase, el infierno está lleno de buenas intenciones; de nada sirven los buenos propósitos si no se materializan en obras concretas y duraderas en el tiempo. Ya lo dijo Gus, que no nos hablen de esperanzas vagas, persigamos realidad.