Somos quechua (III): Saliendo de la exclusión

Jair Villacrez
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Esta es la tercera crónica que forma parte de la serie Somos quechua de Página en blanco.

  • Más de 3 millones 375 mil peruanos son quechuahablantes, lo que representa el 13.9% de la población, según el Censo de 2017. La mayoría de ellos están en las zonas central, norte y sur del país. A pesar de ser una de las lenguas oficiales en Perú y una de las más habladas, muchas personas no han podido recibir educación en quechua, razón por la cual no han sido alfabetizadas o recién se alfabetizaron cuando aprendieron castellano. Los personajes de estas crónicas buscan poner en valor el idioma que los vio nacer.

Desde pequeño, su madre le pedía que aprendiera castellano «para que él no fuera igual que ella». Cada vez que Vicente Mamani regresaba a casa de su escuela, en Layo (Cusco), recibía las palabras motivadoras de su madre, quien le decía en quechua: «Nunca te quedes. Tú tienes que ser mejor nosotros. Tienes que ser distinto». Aquellas frases impactaron tanto en la mente de aquel niño que él mismo se puso como meta aprender español, para algún día poder superarse y ayudar a su familia a salir de la exclusión en que vivían los quechuahablantes peruanos.

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Era la década del 80 y, pese a que hacía algunos años ya se había decretado al quechua como idioma oficial en Perú, la implementación de la ley para una verdadera inclusión de los quechuahablantes estaba lejos de ser una realidad. Justamente por eso, los padres de Vicente no querían que él solo fuera quechuahablante.

Vicente Mamani (44 años) decidió aprender castellano desde niño para poder superarse y ayudar a su familia.

Su padre no había aprendido español y tampoco había podido ir alguna vez a la escuela. Lo mismo ocurrió con su madre. «Yo llevaré eternamente lo que mi mamá me decía en quechua: “Hijo, nosotros somos las únicas personas que no hablamos castellano. Tú tienes que ser distinto a mí. Yo no sé leer ni hablar castellano. Tú tienes que saber leer correctamente y hablar castellano. Y, quién sabe, de repente puedas ser profesional”», recuerda con melancolía.

Como en su comunidad el 95% de personas se dedicaban al campo y solo hablaban quechua, su padre le llevó a una escuela en la capital del distrito. Ahí no había inicial o Pronoei, así que empezó directamente con primer grado de primaria. En aquel lugar, aprendió sus primera palabras en castellano casi de manera obligatoria porque todos sus compañeros hablaban y se comunicaban en la lengua de Cervantes.

En ese entonces, casi no había escuelas donde se impartiera la educación en quechua. De hecho, Vicente recuerda que, cerca a la casa de su padre, había una escuela donde apenas el 20% de profesores dominaba el quechua.

Como todo idioma, también implica una cultura, con sus costumbres y tradiciones, Vicente tuvo que aprender todo ello mientras tomaba clases en castellano. Pero dice que lo que más se le dificultó no fue eso, sino la fonética y la ortografía. Le tomó años aprender. Inclusive, hubo un momento en que Vicente quiso rendirse. Cuando sus padres habían decidido llevarlo a la provincia de Canchis para que siguiera estudiando y adquiriendo nuevas experiencias, a él le lo impactó. «En algún momento me dije: “Por gusto he venido. Mejor me regreso a mi pueblo”. Pero luego me puse a pensar: “No me puedo dejar. Tengo que seguir adelante”. Y así seguí», cuenta.

Su objetivo era convertirse en un profesional. Lamentablemente, su situación económica no le permitió costearse los estudios superiores. «Terminé hasta el quinto de secundaria, formé mi hogar y comencé a trabajar».

Ahora, Vicente tiene 44 años y vive en una unidad minera en la misma región Cusco. Y, aunque no ha tenido la posibilidad de formarse profesionalmente, cree que el hecho de haber aprendido español le ha abierto muchas puertas en su campo laboral. «En mi trabajo, hay personas que no saben hablar quechua y necesitan comunicarse con los locales. Entonces, yo les enseño, porque valoro la cultura andina. Yo valoro cómo mis padres me han hecho crecer: las costumbres, el idioma. Y cuando voy a Layo, converso con la gente de la comunidad y hablo mi quechua. Nos reímos en quechua, comemos en quechua».

Para Vicente, el haber crecido en un entorno bilingüe y, sobre todo, tener como lengua materna el quechua también le ha permitido desempeñarse como intérprete en sus trabajos. De hecho, en alguna ocasión, trabajó en una empresa minera importante en la que tenía un jefe extranjero y el superintendente era limeño, por lo que no dominaban en quechua. «Cuando tenían reuniones con la comunidad, yo era la persona que traducía a la comunidad. Me sentía bien ayudando. Yo les llevaba, como chofer, y también hacía que entendieran lo que decía la población».

Más adelante, también ingresó a trabajar al área de Relaciones Comunitarias en otra empresa minera, en la cual era bastante valorado por el hecho de ser bilingüe y poder entablar diálogos con la comunidad. «Desde el momento en que llegábamos a una comunidad, mis socios saludaban en español y yo empezaba a abrirme hablando en quechua a las mamitas, a los papitos de esa comunidad. Me quieren bastante. Me valoran bastante porque hablo quechua y castellano».

Algunas veces, Vicente se sentía marginado y llegó a pensar que el quechua le limitaría en su vida futura. Pero no imaginaba que esa lengua materna algún día le daría grandes frutos. «Siempre se burlaban de la manera en que yo hablaba. Ese tipo de marginación, siempre ha habido. Yo veo, por ejemplo, profesionales que llegan a trabajar y dicen: “Ay, ese es campesino, no habla español. Esos campesinos siempre están con su quechua”. Pero ya la sociedad se da cuenta y le están dando importancia al idioma quechua».

Para Vicente, ser quechua es todo: desde el idioma hasta la cultura, con sus costumbres y tradiciones.

Vicente se siente orgulloso de ser quechua y de transmitir tanto su lengua como su cultura. Por eso, celebra cada que alguien que no es quechuahablante aprende una palabra o expresión. Y eso también aplica para sus hijos, de 23 y 20 años, a quienes los ha criado bilingües. Ellos, a diferencia de su padre, sí han podido acceder a educación superior: el mayor ya ha concluido su carrera de Contabilidad, mientras que la menor está en su último año de Administración. «Siempre cultivaría mi idioma, siquiera dos o tres palabras a las personas que les importe o les guste. Así viva en Lima 10 o 20 años, regresaría a mi pueblo quechua. No lo olvidaría».

Juana, la cusqueña que siempre está volviendo a sus orígenes

Aprendió a hablar castellano a los 8 años, cuando asistió a la escuela primaria en su natal Paucartambo, en Cusco. Al inicio, ni ella ni sus compañeras le entendían palabra alguna al profesor porque todo lo decía en castellano. Ya con 12 años, sentía que dominaba mejor esa lengua ajena, cuando ya se mudó a la ciudad de Cusco para trabajar. «Donde trabajaba, las señoras hablaban castellano. La mamá hablaba quechua, pero sus hijos ya no. Para poder entendernos, yo tenía que aprender castellano». Ahora, Juana Castro tiene 52 años, y reconoce que aprender español —aunque haya sido de manera forzada por las circunstancias y la necesidad— le ha servido para ayudar a aquellos quechuahablantes que necesitan ayuda al comunicarse.

Cuenta que, como veía que su madre no había tenido oportunidades por no hablar español, ella misma era quien buscaba aprenderlo por su cuenta. «Como mi mamá es una persona analfabeta, no pensaba en nosotros para podernos superar. Ella no nos incitaba como “vayan a tal sitio, tienen que aprender esto y lo otro”. No. Mi mamá se conformaba, pues. Uno mismo tenía que sacrificarse. En mi caso, yo misma decía: “No, yo no puedo estar en el mismo sitio, debo aprender castellano”».

Juana Castro aprendió castellano a los 8 años. Antes solo se comunicaba en quechua, lengua que se hablaba en su familia y en Paucartambo, provincia cusqueña en la que nació.

Para ella, eso también fue motivo para migrar a Lima, con tan solo 16 años. Ya en la capital terminó por aprender completamente el castellano, mientras finalizaba la secundaria en nocturna. Dice que, afortunadamente, sus profesores y compañeros fueron comprensibles: cuando ella no podía decir alguna palabra en castellano —porque no la conocía—, la pronunciaba en quechua. «Como éramos personas adultas, no me han hecho bullying, para nada. No tenía por qué esconder mi origen».

Juana siempre tuvo claro que, a donde vaya, siempre debía llevar con orgullo el ser quechua. «En Cusco, donde estaba trabajando, a mí me inculcaban el respeto. Me decían: “Si te dicen ‘chola’ o ‘serrana’, tú tienes que decirles ‘A mucha honra, con mucho orgullo’. No tienes por qué avergonzarte”. Entonces siempre tuve esa idea, hasta ahora».

Para ella, ser quechua significa todo: su origen, sus padres y las personas con las que creció. «La verdad, hablando quechua, yo me siento bien. Puedo ayudar a otras personas de repente a entenderles, a explicarles algunas palabras. Algunos necesitan entender, comprender. Entonces, trato de poder ayudar a comunicar con el quechua».

Juana, de paseo con sus dos hijos.

Juana vive actualmente en el distrito de San Juan de Miraflores, uno de los más grandes de Lima y donde hay un alto porcentaje de quechuahablantes. «A veces, en el paradero, hay alguna señora o abuelitos que quieren ir a otros sitios, y los jóvenes de ahora no los entienden. Entonces, yo me acerco a preguntarle a dónde va y trato de explicarles, de orientarlos».

Lo que sí reconoce Juana es que no domina muy bien la escritura del quechua, pues ella lo aprendió de manera oral. Por eso, le gustaría poder aprender a escribirlo, ya que ahora se le dificulta cuando tiene que ponerlo sobre el papel.

A Juana también le hubiese gustado tener una profesión, ya que en sus tiempos era muy difícil acceder a ella. Pero le hubiese gustado, sobre todo, poder recibir esa educación en quechua. «Antes, allá en mi pueblo, las mujeres no estudiaban, no iban al colegio porque decían que solo servían para estar en la casa, para pasear a los animales. No tenían derecho a la educación. Por eso es que la mayoría son analfabetas. Poco a poco, con el tiempo, nos dijeron que hay que estudiar. Si hubiera sido así antes, ¿cuántos no hubieran sido profesionales a su manera?».

De hecho, a ella le hubiese encantado estudiar Negocios, Contabilidad o Administración de Empresas. Así hubiese podido manejar mejor los negocios que alguna vez tuvo, como de venta de comida y revistas.

Juana trata de inculcarle a sus hijos la mejor educación posible. Se siente realizada al saber que sus dos hijos, de 27 y 30 años, ya son profesionales, pues han tenido la oportunidad que ella no pudo tener. Aun así, no deja de transmitirle sus valores como quechua para que no olviden sus orígenes y para que ellos, a su vez, los compartan con otros.

Juana sonríe feliz por la graduación de su hijo.

Inclusive, ella misma siempre está volviendo a sus orígenes: cada cierto tiempo viaja a Ancahuasi, otra provincia cusqueña en la que también vivió de niña y que le permite encontrarse con su ser quechua. «No voy a Cusco mismo porque es igualito que acá en Lima. Hay demasiada población y carros. Ya no conviene estar en Cusco mismo. Hay que salir para provincias, más lejano, por lo menos ahí estás más tranquilo, no hay tráfico. Ahí puedes sembrar, tener tu chacra, hacer algo».

Aunque sea de visita, Juana siempre va a su pueblo en busca de paz, esa paz que en las grandes ciudades como Lima no siempre se puede encontrar.