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Por: Hernán Yamanaka
Muy pocos son los libros que han marcado profundamente la cultura, venciendo las modas literarias y la ingratitud de la memoria. Hoy, en la tupida selva de publicaciones, bestsellers y autores-influencers, estos libros esenciales son parte vertebral a la que siempre volver. Entre ellos está La Divina Comedia de Dante Alighieri, el gran florentino de quien celebramos el 700 aniversario de la muerte.
La Comedia
Así llamó Dante a su obra máxima, aquella que lo ha hecho inmortal y universal. Es Comedia no porque su contenido sea festivo o jocoso, sino por el final: un «happy end» luego de la exposición del dolor y la miseria humanas. El añadido «Divina» lo puso Giovanni Boccaccio (1313-1375), biógrafo de Dante y autor de ese libro de risueño erotismo (escándalo en su tiempo) llamado El Decamerón (1353).
Por su género literario La Comedia es un poema en estilo narrativo, el relato de un viaje imaginario -y alucinante- del autor, durante una semana que empieza el Viernes Santo de 1300, por las regiones de ultratumba: el infierno, el purgatorio y el paraíso. Está diseñada como una estructura que rinde tributo al 3 como número sagrado en alusión a la Trinidad cristiana: 3 reinos, 9 círculos, 33 cantos (más uno que cierra el ciento también simbólico), escrito en tercetos endecasílabos.
Infierno
Aunque el poeta recorre minuciosamente las tres regiones transmundanas, es en el infierno donde muestra su genio, creando para el lector un espacio que reúne personajes de la mitología grecorromana (Minos, el Cancerbero, Aquiles, Helena de Troya, etc.), cuentos medievales y la visión del más allá que regía en su época. Si Tomás de Aquino maridó la filosofía aristotélica con la fe cristiana, Dante hizo lo mismo con los imaginarios pagano y cristiano, con énfasis en el infierno.
El infierno está concebido como un inmenso cono invertido en el centro de la tierra cuyos niveles decrecen en tamaño, pero aumentan en importancia según el pecado que castigan. La «topografía» del infierno es lúgubre: preside la oscuridad, pero es posible ver el entorno; es rocoso, desigual entre alturas y abismos; está sembrada de sepulcros, pozos y pantanos; allí se respira hedor y también falta el aire; llueve fuego y hace frío indecible.
Pero el mayor dolor compartido por sus eternos reclusos es la pérdida de la posibilidad de cambiar, el fin de las opciones, no tener instancia de apelación: por esa razón en la entrada avisa esta sentencia: «Lasciate ogni speranza, voi ch´entrate»: «Dejen toda esperanza, Uds. los que entran».
Pecados y pecados
La visión moral de Dante es clara: tiene raíz cristiana y prima el rechazo al mal causado a otros. Así, pone la lujuria en el segundo círculo del infierno; se trata del pecado por amor (o lo que la razón enceguecida llama tal), del desenfreno ante la fuerza de la naturaleza. En este círculo encuentra a los famosos amantes Francesca y Paolo, llevados por un viento poderosísimo, sin encontrar descanso, tal como en el mundo fueron llevados por el viento del frenesí. Dante es benevolente con el amor-pasión.
En el otro extremo está el noveno circulo, el final del infierno. Allí están los traidores en tres recintos: Caina (traidores a sus parientes), Antenora (traidores a su patria), Ptolomea (traidores a sus amigos y huéspedes) y Judesca (traidores a sus bienhechores). En el último recinto -donde según Dante se castiga el peor de los pecados (traicionar a quien nos hace el bien)- están los más grandes felones de la historia: Lucifer, Judas y Bruto; traidores al Creador, a Cristo y a César, respectivamente. Ellos padecen un frío que los retiene y penetra (Dante evita la discusión sobre cómo un ser incorpóreo puede sentir), están petrificados en su soledad y desesperanza.
Un guía para el infierno
En el infierno Dante tiene como guía a Virgilio (s. I d.C.) el célebre latino autor de La Eneida. Lo escogió porque el romano era considerado en el medioevo como un ejemplo de vida virtuosa y una suerte de heraldo pagano del mesías: en su obra Églogas (IV) habla de la llegada de un niño y futuro emperador en quien los antiguos creyeron ver a Cristo preanunciado, por esa razón Virgilio era llamado «El menos pagano de los latinos».
Virgilio acompaña y explica a Dante los espacios, personajes del infierno y del purgatorio. Al llegar al límite de esos reinos del castigo y de la purificación cesa su rol de guía: aunque elevado en virtud, el no haber conocido la redención de Cristo lo hace indigno de cruzar la frontera al sumo bien.
Acompañante en el paraíso
Beatriz, por su parte, hizo de guía del poeta en las regiones del paraíso. Ella fue un personaje real (Beatrice Portinari, 1265-1290 aprox.), el gran amor de Dante, un amor sublimado y profundo que terminó con la temprana muerte de la dama. Sin duda, asombra que el poeta nunca le dirigió en vida palabra alguna: la amó en silencio y a la distancia como a una exquisita porcelana a la que el miedo o la fascinación impiden tocar. Beatriz idealizada es la representación de la sabiduría.
La importancia de Beatriz es inicial y transversal: Dante empieza este viaje de ultratumba porque así lo ha permitido la Providencia por ruegos de Beatriz; es ella quien lo cuida por medio de Virgilio; es ella quien consuma el viaje del hades al empíreo. Así, en la genial y enamorada imaginación de Dante, la que amó en vida le corresponde, por fin, salvándolo por la iluminación.
Dante, padre de su lengua
Toda lengua reconoce uno o varios fundadores; no como creadores absolutos, sino como arquitectos de su versión definitiva. La castellana tiene a Nebrija y a Cervantes; el inglés a Shakespeare; el francés a Montaigne; el alemán a Lutero. Y en la lengua italiana el gran padre -a quien con razón se llama «Il sommo poeta»- es Dante Alighieri.
Con La Comedia, Dante deja atrás el latín para abrir la escritura a la lengua común, el dialecto toscano al que da derecho de ciudadanía. E hizo más: al ser el narrador en primera persona (podríamos llamarla «autoficción»), Dante, entonces atormentado («En medio del camino de nuestra vida errante me encontré por una selva oscura, porque mi ruta había extraviado»), ofreció el enfoque del hombre preguntándose, buscando, arrojado a lo incierto y tratando de salir de allí. Ya no es solo Dios quien tiene la palabra: también el hombre puede ser el centro de la narrativa. Así, Dante anunciaba la llegada del Humanismo y la futura explosión del Renacimiento.
Actualidad
¿Qué tiene de interesante una obra escrita hace casi siete siglos? En el caso de Dante, todo. Su nombre es sinónimo de lo trágico en grado sumo («dantesco»). Su descripción de las regiones espirituales ha marcado hasta hoy el imaginario de cuentos, iconografía secular y religiosa y hasta las historias y películas de vampiros, zombies y exorcismos deben algo al florentino.
He aquí la diferencia entre lo simplemente «antiguo» y lo «clásico»: esto último es lo que nunca pierde actualidad porque habla de lo permanente, de lo fundante, incluso de aquello con lo que el Hombre no deja de tropezar. Mejor lo dijo Ítalo Calvino: «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Lo vemos en el infierno dantiano: los pecados allí descritos podrían ser repertorio de males sociales o prontuarios de noticieros de nuestros días; el hombre parece ser el mismo «En el quinientos seis y en el dos mil también» (así lo cantaba Gardel) y terco al tropezar siempre con la misma piedra.
Aunque, quizá, igual que Dante aún podamos aprender, sublimarnos, hacer nuestro viaje evolutivo a las regiones elevadas del ser.