Vargas Llosa, inmortal (I): El camino a París

Cuando llegó su incorporación a la Academia Francesa, la institución de mayor prestigio intelectual de aquel país, Mario Vargas Llosa acababa de romper su relación de ocho años con la socialité Isabel Preysler. ¿Podría más el escándalo del corazón o la cumbre académica?

En esa guerra de titulares terminó imponiéndose el honor llegado desde Francia: en poco tiempo, algunos recordarán la pasión otoñal de Vargas Llosa, pero su nombre estará vinculado por siempre con lo más graneado de la cultura occidental.

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¿Cómo alcanzó el escritor tan alta distinción, por varias razones aparentemente imposible para él? Aquí el camino -a modo de «receta para el éxito»- que lo llevó a esa cúspide.

Una carrera brillante

El curriculum vitae de Vargas Llosa es impresionante y pocas veces igualable. Doctorado en Filosofía y Letras (España, |971), ha conseguido todos los reconocimientos a los que podría aspirar: Premio Rómulo Gallegos (1967), Premio Ritz París Hemingway (1985), el Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1986), el Premio Planeta (1993), el Premio Cervantes (1994), el Nobel de Literatura (2010), entre otros. Es miembro de la Academia Peruana de la Lengua (1977) y de la Real Academia de la Lengua (1994, ocupa el sillón L).

Además, el autor de La guerra del fin del mundo ha recibido el doctorado honoris causa de universidades tan prestigiosas como Harvard, Yale, Oxford, La Sorbona, Londres, la UNAM (México).  En el Perú lo recibió de la Universidad Mayor de san Marcos y de la Pontificia Universidad Católica por citar algunas de las más importantes.

Si el cielo es el límite, Vargas Llosa ya lo alcanzó.

Su vida es una pluma para escribir

Para un escritor es imposible abstraer la propia vida al momento de crear: toda obra lleva algo o mucho de su existencia. En algunos la impronta es difusa e intermitente; en otros, es una presencia más clara, pero siempre tamizada por la fantasía (como las autorreferenciales novelas de Jaime Bayly). En todos los casos es preciso que el escritor sea un comprometido con la vida, un ser premiado y castigado por ella, pues es muy difícil (¿siquiera posible?) crear mundos desde un escritorio solipsista.

¡Y vaya que Vargas Llosa ha vivido! No le han sido ajenos -y sí muchas veces buscados- los avatares de la competencia literaria, la política apasionada, la discusión intelectual, los vientos veleidosos de la carne, incluso las riñas que terminaron en el grito y el golpe (¿su ruptura con García Márquez en 1976?).

Los kilómetros recorridos y las filias y fobias del escritor son sus bases creativas.

No tema caer mal (siempre lo hará para algunos)

Vargas Llosa tiene tres facetas: el escritor excepcional, el político controversial y el hombre (a veces) medio rocambolesco. ¿Cuál de ellas es el verdadero? Simple: los tres. Como todos, él es la suma y la combinación de su roles y rostros.

 

La persona pública -más aún la célebre- solo debe procurar tres cosas: estar en paz con su conciencia, obrar legalmente y ser transparente, nada más debe conceder a la plaza o a la tribuna, mucho menos a la turba que hoy se llama «haters». Porque siempre estarán los que no gusten de la obra, los que disientan (muchas veces furibundos) de las ideas políticas, los que vistan luto por las acciones «inmorales» del autor, pero el creador debe estar un paso más allá de sus contradictores.

No se trata de cinismo o de cobardía, sino de libertad interior para que la alabanza o el lodo no perturben la vida y el arte de crear.

Trabaje sin cesar en lo suyo

Como en todos los campos, la excelencia literaria se alcanza por una combinación virtuosa de genio más disciplina. Sin entrar en la discusión sobre si el talento es innato o desarrollado, es evidente que la rigurosidad en el trabajo es componente esencial para el éxito. Esta característica de orden y persistencia apasionadas la aprendió Vargas Llosa de su admirado Gustav Flaubert (1821-1880), el autor que más lo ha marcado («Sin Flaubert yo no sería escritor»).

La rutina de Vargas llosa, desde hace muchos años, es espartana (lo que, como sabemos, no le impide ejercer otros placeres no intelectuales). Cada día, desde muy temprano, el escritor se retira por varias horas a leer, investigar para sus proyectos, escribir; en esas horas es un anacoreta al que está prohibido distraer. En tiempos de su matrimonio con Patricia -la prima y esposa «de naricita respingada»- era ella la celosa médium que filtraba toda preocupación para que el diario retiro de Mario no fuese violentado.

Las Musas, cree Vargas Llosa, deben ser convocadas y domesticadas con esfuerzo.

Ama las letras de Francia

Francia ejerció sobre él fascinación desde muy joven. Mientras estudiaba en la Universidad Mayor de San Marcos, se matriculó en la Alianza Francesa de Lima y con gran empeño logró competencia en la lengua de Moliere; este dominio del francés le permitió cumplir su sueño: leer en idioma original a los grandes de la literatura y del pensamiento como su reverenciado Flaubert, Camus, Sartre, Balzac, Dumas, Víctor, Hugo, los filósofos de la Ilustración y un largo etcétera.

Siguiendo la ilusión de los jóvenes escritores latinoamericanos de entonces, Vargas Llosa partió a Francia para nutrirse del espíritu creativo y libertario de la Ciudad Luz. Fue un tiempo de efervescencia creativa que parió su primera gran obra dentro del Boom: La ciudad y los perros. Paradójicamente, su estada en Francia le permitió ver con otros ojos, más amables y profundos, la realidad del Perú: quizá solo mirando desde la otra orilla se aprecia mejor el propio hogar.

Esta vieja y densa relación con la cultura francesa fue reconocida al otorgársele el honor de Comendador de las Artes y las Letras de Francia (1993).

En la próxima entrega veremos cómo Vargas Llosa se hizo «Inmortal».